miércoles, 13 de mayo de 2020

El inicio

Esta mañana, paseando al perro mientras llovía, he notado ese olor a fuego, a hogar de leña. Llevamos unos días de lluvia intensa y ha refrescado, por lo que las chimeneas vuelven a echar humo. Cuando he llegado caminando al camino junto al río, me ha venido otro olor: el de madera en descomposición, humedad, olor a tierra mojada y musgo. En ese momento, debajo de mi paraguas, estos olores me han llevado a recordar mis inicios en la pesca.

¿Y qué tienen que ver los olores con la pesca? Pues para mi mucho, porque estos olores de esta mañana, son los mismos que yo olía cuando iba al pueblo de mi madre.

Soy de un pueblo de llanura de la olvidada Zamora, ribereño del Duero y zona de cereal y choperas. Pero gran parte de mi infancia la he pasado en el pueblo materno, en la zona de Sanabria y Carballeda, en el norte de la provincia. Comarcas fronterizas con Portugal y Galicia. Lugar de despoblación y olvido para todas y cada una de las administraciones. Zona de robles, pinos y brezo. Reserva de lobos y enormes ciervos. Y todo girando entorno al río Tera, lugar donde un día estuvo, como dijo mi amigo Miguel Casaseca, “el mejor coto de pesca de España”. Hoy bajo las aguas de un embalse.

Aunque íbamos muchas veces al año, recuerdo especialmente las épocas de frío y lluvia. Siempre estaba el fuego encendido en las cocinas de las casas (de ahí ese recuerdo del olor a humo), siempre había humedad. Y en la cocina, detrás de la puerta, las escopetas de caza colgadas, junto al zurrón y la canana de cartuchos. En mi familia había cazadores y a su vez pescadores: mi abuelo y mis tíos. Por ello en la casa aparecían de vez en cuando números de la revista Trofeo. Y ahí empezó todo.

Para un niño de los años 80, no había mucha diversión en el pueblo. Así que si estaba lloviendo y no podía ir a disparar con la escopeta de balines o a poner pequeños cepos para capturar algún pardal, pues me tiraba horas mirando el fuego u hojeando las viejas revistas de Trofeo, con el sonido de Radio Nacional de España de fondo.

Recuerdo un número en especial. Hablaba del último cazador de osos en España, con fotos en blanco y negro de los últimos osos cazados legalmente. En ese número también había un artículo que hablaba de la pesca del salmón a mosca ¡Y ahí si que la jodimos! Pude ver aquellas moscas, las fotos de los salmones pescados por ellas, de los paisajes, de los ríos de los que allí hablaban, de unas aguas de las que hablaban de que eran color té. A esto hay que sumarle las escapadas a hurtadillas al sobrado, donde estaban las cañas para pescar truchas, el carrete Sagarra y la cesta de mimbre llena de cucharillas y moscas ahogadas.

El resultado de todo esto fue que yo quería pescar truchas. Ni siquiera me había interesado hasta entonces la pesca, pero yo quería ir a pescar. Ese verano recuerdo acompañar a mi primo Luisito “el cartero” al río del pueblo. Yo era el encargado de ir buscando saltamontes por los prados junto a la ribera. Luego mi primo (más bien el primo de mi madre), me explicaba que las truchas eran realmente peces muy listos y difíciles de coger, así que me enseñaba a hacer un agujero en la vegetación de la orilla por el que pasaríamos la caña y de la que colgaría un sedal con un saltamontes vivo pinchado en el anzuelo. Con la presión que sufrían aquellas truchas de “La Ribera”, era normal que las que quedaban fueran realmente listas y desconfiadas.

A la vuelta de aquel verano, le estuve dando la tabarra a mi padre para que me comprara una caña de pescar. No hubo éxito, así que mi iba con mis compañeros del colegio, Eloy y David, a pescar con un trozo de palo con unas alcayatas haciendo las veces de anillas y sin carrete, por supuesto. David me vendía los anzuelos a seis pesetas cada uno. Los plomos los sacaba de los sellos de las botellas de vino que mi padre tenía almacenadas en el garaje y las veletas eran los corchos de esas mismas botellas. Así, armado con ese equipo rudimentario y sin licencia de pesca (qué iba yo a saber de licencias) nos bajábamos muchas tardes hasta el Duero. Lo curioso es que pescábamos ¡Y vaya que si pescábamos! Carpas, bogas, percasoles, pequeños barbos, black bass, pintaos, sardas, cachos… la vida rebosaba en aquel Duero.

En primavera mi padre apareció con un coche nuevo. Yo estaba en la puerta de la casa de mi abuela y apareció mi padre con aquel R-19 Chamade de color rojo cereza. De repente, abrió el maletero y allí había dos cañas, dos carretes y un maletín de pesca de la marca Mitchell, lleno de veletas, plomillos y anzuelos. Aquello si que definitivamente era mi perdición. Ahora no había vuelta atrás.

Durante unos años estuve yendo a pescar al Duero. A veces con mi padre y otras con los amigos. Los días libres y todas mis vacaciones las pasaba en el río. Aprendía a pescar a fondo, a veleta, basses y barbos a cucharilla y mi preferida: la pesca con ova. En verano nos íbamos con una asociación de pescadores jubilados a pescar a los embalses de la provincia. Nos recogía en el pueblo, nos llevaban al embalse y luego nos volvía a traer. Compartiendo jornadas pescadores que podían ser nuestros abuelos (de hecho alguno era abuelo de esos críos que íbamos). No había autorizaciones por escrito ni cosa parecida. Nos íbamos en el bus a la mañana y nos devolvían casi de noche ¡Eso era libertad!

Un mayo (lo recuerdo como si fuera ayer) estaba enfermo en mi casa. Algún catarro asociado a la alergia me mantenía en cama. Mis amigos, y a la vez vecinos, me trajeron cintas con películas de pesca y grabaciones de Jara y Sedal. También algunas revistas. Me atraían mucho los artículos que hablaban de la pesca a mosca y me los leía una y otra vez. Recuerdo que tenía fiebre, así que cuando dormía soñaba algunas cosas absurdas. Pero recuerdo soñar que estaba pescando a mosca en un río lleno de vegetación acuática y muchas flores. A día de hoy no encuentro explicación a aquellos sueños, pues nunca había tenido en mis manos una caña de mosca, ni había estado pescando en uno de esos ríos con flores. Esos días decidí que yo pescaría a mosca.

Y así, tras no se cuantos meses de ahorrar la paga semanal, pude en el año 94 comprarme un pequeño equipo de mosca de la marca Shakespeare. Era barato, pero para mi era el mejor del mundo y seguramente el único en un pueblo de meseta donde la trucha más cercana estaba a casi cien kilómetros.

Las lecciones de una tarde que me dio el marido de una compañera de mi madre, sirvieron para que empezara a pescar. No truchas, por supuesto, sino carpas, cachos y barbos en mi pueblo. En aquellos tiempos, sin internet, sin ver vídeos, solo leyendo algunos artículos en las revistas, pude empezar a pescar con éxito aquellos peces en el Duero. ¡Pero si pescaba barbos de dos kilos a pez visto con ahogadas de León! Ver para creer.

Tenía entonces 14 años y era prácticamente autodidacta.  Tres años más tarde conocería a Miguel Casaseca, que sería mi maestro y mentor. Con él vinieron el montaje de moscas, los viajes al Tera, al Esla, a Pino del Río, a la alta Sanabria, al Roncal, Pirineos… Pero eso ya es otra historia.

Hoy hace 25 años de aquello. Mucho ha llovido. Ahora vivo en Pirineos, tengo cerca de treinta cañas en el armario, decenas de carretes, miles y miles de kilómetros tras todo tipo de peces, sueldos enteros en material de montaje y docenas de compañeros de pesca. Pero todo empezó por culpa de una vieja revista, un frío día de otoño, en un pequeño pueblo de la montaña zamorana. Un pueblo con olor a bosque mojado y leña quemada.


2 comentarios:

  1. Joer Alfonso, se me saltan las lágrimas al leer esto. Bien sé yo lo que te costó empezar con lo de las moscas y cómo te buscabas la vida para que te enseñaran a pescar en esa modalidad.

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  2. Me ha gustado mucho el relato, y sobretodo me ha hecho recordar.

    Un Saludo Massimo

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